Comentario
La Restauración heredó, junto con la guerra carlista, otra guerra en Cuba, iniciada en octubre de 1868, la que sería conocida como guerra de los Diez Años. Cuando Cánovas se hizo cargo del poder, las fuerzas independentistas cubanas se encontraban profundamente debilitadas. A pesar de que España, sumida en graves problemas, sólo había prestado una atención secundaria al conflicto antillano, siete años no habían bastado para extender la guerra más allá del Oriente de la isla -la zona más pobre y atrasada, donde había comenzado-; las divisiones internas entre civiles y militares impedían el máximo aprovechamiento de los recursos disponibles, los fondos proporcionados por los exiliados cubanos estaban agotados, y la estricta neutralidad de los Estados Unidos les privaba de la esperanza en la única ayuda que podría desequilibrar la balanza a su favor. Por eso aceptaron la generosa oferta de paz, con promesas de amnistía y reformas políticas, que en 1878 les hizo un nuevo Capitán General, Arsenio Martínez Campos, quien, por otra parte, contaba con más soldados, disponibles tras la terminación de la guerra carlista en la Península. La paz se firmó en la aldea de Zanjón.
La guerra de los Diez Años -y la guerra chiquita que se libró a continuación, hasta 1880- tuvieron dos consecuencias fundamentales: dieron un gran impulso al nacionalismo cubano, y favorecieron la penetración económica de los capitalistas de Estados Unidos en la isla. Respecto a lo primero, según Luis E. Aguilar, "la vaga sensación de identidad colectiva, surgida a comienzos del siglo XIX", se convirtió en un sentimiento ardiente y profundo. Aunque el racismo persistió -las advertencias españolas de que una lucha anticolonial sería el detonante de una guerra racial semejante a la de Haití- tendría poco peso a partir de entonces, dado que los negros se habían unido a los blancos en su combate contra España. "El recuerdo de los héroes cubanos y de sus victorias -y el de la brutalidad española (...)- despertaba emociones patrióticas que hacían extremadamente difícil una completa reconciliación".
La inversión de capitales norteamericanos estuvo unida a la reconstrucción del Oriente cubano devastado por la guerra, pero también se extendió al resto de la isla. Fue una ocasión aprovechada por las tendencias expansionistas de la industria azucarera para llevar a cabo una profunda modernización del sector: mecanizarlo, sustituyendo al trabajador esclavo negro por el asalariado blanco, y aumentar la escala de producción. Además de proporcionar el capital, Estados Unidos se convirtió en el mercado por excelencia de los productos cubanos y, especialmente, del azúcar. A comienzos de la última década del siglo, el valor de las exportaciones cubanas a España era de 7 millones de pesos, por 61 millones a los Estados Unidos. En estas circunstancias, el gobierno norteamericano estuvo en condiciones de imponer las condiciones que quiso. En 1892 entró en vigor un nuevo Arancel que establecía la entrada libre en los Estados Unidos del azúcar cubano a cambio de abundantes concesiones a las manufacturas norteamericanas en el mercado antillano. Eminentes economistas de la época consideraron este momento como el de la anexión económica de Cuba a los Estados Unidos. No obstante, los textiles catalanes, en particular, siguieron teniendo en las Antillas un destino privilegiado.
La paz de Zanjón estableció la asimilación de Cuba con la metrópoli, como si fuera una provincia más. Cuba, igual que Puerto Rico, eligió diputados al Congreso de Madrid. Se formaron dos partidos políticos: la Unión Constitucional o partido conservador, y el Partido Liberal, que pronto tomó el nombre de Autonomista. En el primero se integraron fundamentalmente los peninsulares, aunque también contó con algunos destacados criollos, partidarios del completo control sobre la colonia y enemigos de toda concesión o reforma. El partido Autonomista estaba compuesto sobre todo por criollos que querían obtener por medios pacíficos y legales unas instituciones políticas particulares para la isla, en las que ellos pudieran participar. En 1878 se liberó a los esclavos que hubieran luchado en alguno de los dos bandos; la abolición definitiva de la esclavitud llegó en 1886. El proceso de adaptación no fue nada fácil para una gran mayoría de las personas negras liberadas.
Acostumbrados al tópico de la suicida pasividad política del gobierno español en Cuba, entre la paz de Zanjón y el grito de Baire -con el que daría comienzo la guerra de 1895-, resulta sorprendente leer en el historiador cubano Manuel Moreno Fraginals, la existencia de dos estrategias españolas con las que contrarrestar el independentismo cubano: al afán por lo que llamaron ganar a los negros, y una política oficial de hispanización de la sociedad cubana. Las autoridades fueron plenamente conscientes de la importancia del problema negro en Cuba, y llevaron a cabo una extraordinaria labor de promoción cultural hacia los negros y contra la discriminación racial; fueron suprimidos todos los impedimentos para la asistencia a cualquier centro de enseñanza -primaria, secundaria o universitaria-, o cualquier tipo de segregación en transportes o locales públicos. "Lo increíble es que estas disposiciones se comenzaron a poner en vigor cuando aún no se había abolido la esclavitud (...) Ninguna otra metrópoli en el mundo ha mantenido una actitud político-racial semejante". El principal medio por el que se intentó españolizar la isla fue la política inmigratoria, que aprovecharon, sobre todo, gallegos -nombre que se da en la isla a todos los españoles- y asturianos. Entre 1868 y 1894 llegaron a Cuba 708.734 inmigrantes (417.624 civiles y 291.110 soldados y oficiales) para una población que, en 1868, era de 1.500.000 personas.
Lo que el gobierno español no hizo, desde luego, fue introducir reformas políticas ni conceder la autonomía a Cuba; el último intento, fracasado, fue el de Antonio Maura en el ministerio liberal de 1893; las reformas del ministro Abárzuza fueron demasiado tímidas y llegaron demasiado tarde. Para muchos historiadores esta cerrazón -que ciertamente llevaría a los cubanos a la guerra como única forma de obtener su independencia-, o bien es incomprensible, o sólo puede explicarse por la influencia de unos pocos potentados peninsulares, atrincherados en sus privilegios. La política española en Cuba, sin embargo, tenía lógica -Cánovas no estaba ciego, precisamente en este asunto, y era clarividente en todos los demás-, y estaba determinada por otros móviles, además de satisfacer los intereses de unos cuantos.
Como señala Javier Rubio, "la gran mayoría de los dirigentes políticos de la época contemplaban la autonomía (...) como una expeditiva fórmula mediante la cual los separatistas encubiertos conseguirían una rápida independencia". El exministro liberal de Ultramar, Víctor Balaguer, lo expresaba claramente: "por muchos caminos se puede ir a la separación, pero por el camino de la autonomía las enseñanzas de la historia me dicen que se va por ferrocarril". Es decir, pensaban -y con razón- que los intereses cubanos y los españoles eran contrapuestos, por lo que una Cámara autonómica adoptaría medidas que un gobierno español no podría tolerar, y el conflicto terminaría en el enfrentamiento y la independencia.
Moreno Fraginals ha expuesto con toda claridad la raíz del problema cubano para España: "La crisis del sistema de gobierno español en Cuba tenía su razón de ser en la inadecuación de la relación metrópoli/colonia". España carecía de los medios técnicos y económicos para encauzar tanto la realidad como las posibilidades productivas cubanas. Cuba, en una serie de aspectos, desbordaba a la metrópoli. Esto la sabían muy bien los gobernantes españoles y especialmente Práxedes Sagasta y Antonio Cánovas del Castillo. Es absurdo afirmar que España se empeñaba en mantener una política anacrónica e irracional respecto a Cuba: Sagasta y Cánovas eran demasiado inteligentes para implantar, sin razones, un sistema incoherente. Su política respecto a Cuba fue la única posible para una metrópoli situada a 9.000 kilómetros de distancia, que sólo consumía, comercializaba y transportaba el 3, 7 por 100 de la producción colonial, mientras más del 90 por 100 lo hacía Estados Unidos, a sólo 120 kilómetros de sus costas. La política española era de supervivencia dentro de un sistema en el cual no actuaba como metrópoli económica que dirige la vida de un país, sino como extraña mezcla de parásito que extrae riquezas y centro que aporta su cultura.
Si se quería mantener la soberanía española, la política respecto a Cuba fue la única posible. La pregunta correcta, por tanto, -de acuerdo con el análisis acertado que los políticos hacían de la cuestión- no es por qué éstos no dieron la autonomía a Cuba, sino por qué no le dieron la independencia, como francamente recomendaba el general Polavieja en 1879. Y la respuesta debe tener en cuenta los diversos factores -de distinta naturaleza, económicos, políticos, culturales- que aparecen implicados en toda empresa colonial y no sólo en la cubana. Con relación a los factores económicos, es evidente que existía un importante grupo de presión -propietarios y beneficiarios de concesiones del Estado- favorable al mantenimiento de la situación; representantes de intereses cubanos habían ayudado financieramente a la empresa de la Restauración, y ocupaban puestos clave en el sistema: Romero Robledo y el marqués de Comillas, por ejemplo. Pero había también otros intereses, no tan individuales, que no podían sacrificarse fácilmente; según la relación de Earl R. Beck, de acuerdo con Javier Rubio, "los fabricantes de harinas, que temían la pérdida del mercado cubano, los productores peninsulares de azúcar, amenazados por las importaciones de las Antillas, los armadores que se beneficiaban de las tarifas diferenciales en los fletes bajo pabellón español, los industriales catalanes, que se amparaban en la protección del mercado cubano". Es decir, una buena parte del aparato productivo español, para quienes en palabras de un agricultor castellano, en 1897, Cuba ya no suponía ríos de oro como antaño, pero sí un lugar donde aún se vende mucho.
El problema se complicaba por su dimensión nacionalista. Todas las colonias, pero Cuba especialmente, eran parte del territorio de la nación, que los políticos debían conservar en su integridad. Headrick ha señalado que Cuba fue para Cánovas lo que Portugal para el conde-duque de Olivares. En 1865, Cánovas alabó a los diputados sitiados en Cádiz, en 1811, que rechazaron un tratado para "proveerse de subsistencias con tal de que cedieran los presidios de África", dispuestos a perecer antes que abandonar la parte más mínima del territorio de su patria. En aquella misma ocasión, reconocía que "e(ra) preciso corregir un poco a esta nación, un tanto llena de sus blasones, (...) de su hidalguía de conquistadora, de su gusto por la guerra, de su placer por las aventuras. Pero eso sólo podía conseguirse lentamente, porque las tendencias históricas de la nación española (...) son superiores a todos los gobiernos (...) a todos los individuos. No se cambia la naturaleza de un país en un día; no se le dice a una nación antigua y de viejos blasones (...) (que) es preciso abandonar en un instante todos los estímulos, toda la poesía que llevan consigo el honor y la gloria".
La cuestión efectivamente se planteaba en términos de honor y gloria, tanto por la inmensa mayoría de los políticos como por las masas urbanas, progresivamente receptivas al discurso nacionalista. Es preciso no olvidar, por último, que las últimas décadas del siglo XIX fueron la época del imperialismo, una época en las que las potencias europeas tomaban colonias, no las dejaban. Cánovas -y en éste como en otros temas es preciso citarle porque, además del poder de decisión que tenía, intentó en todo momento dar y darse la razón de sus actos- contempló entusiasmado el colonialismo europeo, que juzgó como una nueva cruzada, una misión divina, que las naciones cultas y progresivas tenían que cumplir para "extender su propia cultura y plantear por donde quiera el progreso, educando, elevando, perfeccionando al (...) hombre". El lugar de España en esta empresa estaba "entre las naciones expansivas (...) ese corto número de naciones superiores aunque", decía, "limitadas (deben ser) nuestras aspiraciones, cuando lo están nuestras fuerzas". Ya que no era posible ganar mucho, se trataba al menos de no perder lo que se tenía.